Nunca he sido un buen fotógrafo, a pesar de mi esfuerzo por captar la mejor instantánea lo cierto es que cada nueva imagen resultaba peor que la anterior. En cambio, todas esas fotografías fatales, pésimas y carentes de chispa o gracia, me aportaban una información esencial para salvar a mis pinturas. Todo mi trabajo pictórico se ha basado en el modelo fotográfico, pues de éste he extraído todo aquello que necesitaba saber sobre los volúmenes, tonalidades, texturas y entresijos del cuerpo.
Resulta imposible dejar en olvido algunos episodios invernales donde acompañaba a mi tío y mis primos a aquellas brutales monterías en las que el horror de la sangre caliente a borbotones se esparcía por la tierra aún humedecida de la madrugada, hileras infinitas de animales muertos que se apilaban al final de la cacería, la esencia del terror que habita en la mente de todos y que a veces se pone de manifiesto de la manera más explícita, como un ritual que anuncia el final de nuestros días.
Siempre asistí a estos lugares cargado con mi Nikon D3000, a la cual no sabía sacar mucho partido pero la que me ayudaba a documentar la tragedia que allí se desarrollaba. Sierra Morena ha sido el escenario donde he crecido y con el que me he sintetizado, todo aquello que hoy soy es el resultado de pertenecer a una generación hipervisual, convulsa y sumergida en la inestabilidad emocional que generan los sentimientos antagónicos, un habitante más de este territorio voluble donde la belleza fascinante se ve continuamente salpicada por el más amenazante de los horrores. Y la fotografía siempre ahí, dispuesta a mostrarnos lo que hemos sido capaces de construir y lo que irremediablemente hemos destruido… materializando el espíritu que hoy modela nuestra sociedad.